sábado, enero 17, 2009

La dolencia contra los escritores




Es menester consignar la insidia contra quienes hacen de la escritura un oficio. Mi amigo Luis Alberto Arellano, que es harto poeta y más amigo, atina al referir que La dama de las camelias (notas sobre literatura nuevoleonesa I) es resultado de la ternura. Y también de la melancolía. Quien tipea vuelve de un país monocromo, donde los afectos se diluían en una sola ría.

Ría revuelta.

Ría en llamas.


Rousseau señalaba que la ternura por la humanidad es resultado del conocimiento del dolor. Y el moralista francés Joseph Joubert reflexiona que la ternura es el reposo de la pasión. Acaso nuestro amigo Arellano refiera la ternura en los términos de Rousseau. El dolor ablanda los cuerpos, las conciencias, hace más precisas algunas emociones. El dolor de uno también puede ser el dolor del mundo. Gaza inmisericordemente mutilada.

Y es que la ternura devela también la fragilidad de quien la siente, y más: la fragilidad de quien la recibe. La ternura según la RAE arroja más: "que se deforma fácilmente por la presión y es fácil de romper o patir [...] reciente, de poco tiempo [...] propenso al llanto". Y en todo ello hay razón cuando se trata de un tipeador con un arbotante en el pecho.



Margherite Duras, que fue tiernísima -como lo es Jelinek- hizo de la ternura un libro titulado El dolor (1985) que relata el retorno de su esposo Robert Antelme del campo de concentración Dachau. Había dejado de amarlo, no obstante una reciedumbre la hizo antenderlo, cuidarlo. En esa reciedumbre habitaba la ternura. La novela también signa los hechos de la resistencia francesa en el periodo de Vichy. Philippe Decharte, sin embargo, anota que todo lo que ha escrito Duras sobre la resistencia es completamente falso.



Robert Antelme (1917-1990) fue menos famoso que la escritora indochina. No obstante La especie humana (1947), aunque libro poco leído, revela con intensidad cómo salvar la conciencia en medio de la depredación de los campos de concentración. Duras lo dejó de amar desde mucho antes, pero lo atendió con convicción cuando éste hizo el retorno de Dachau. tiempo después, ambos fundaron una editorial: la cité universelle.



Marguerite vivió en un mundo sádico; mi amiga Coral Aguirre coincide -como otros especialistas- en la crueldad de la escritora de El amante: "pensá que le pegaba su mamá y su hermano mayor y a veces su hermano menor, de ahí que metiera las manos en la mierda con la mayor naturalidad". Y el momento donde Antelme regresa, donde se encuentra con Duras, esos cinco minutos frente a una estación de ferrocarril, esa decisión irrevocable por cogerlo, por aprehenderlo, es un amor a la vez tierno y doloroso.



Es el dolor de todos en Antelme. Es la conciencia del dolor que es ternura en Duras.



Aunque los detractores de ambos hayan ocupado el tiempo en vilipendiar a quien restañaba las heridas.

martes, enero 13, 2009

Soñar las montañas

Se ha dicho casi con elocuencia que esta ciudad (Monty) es una alcoba entre montañas. Las montañas no duelen como sí el silencio de los cientos de miles de coches, como sí el fervor de quienes barruntan el siglo y miran de soslayo.

De pronto en Monty hay mañanas buenas: manzana y canela en los pómulos. Y las montañas son un abrazo paterno que no tiene más que sus ojos y su boca y veredas por el cuerpo.
Soñé que la montaña ardía.

domingo, enero 11, 2009

La dama de las camelias (notas sobre literatura nuevoleonesa) I de IV


Es hijo putativo de la desideologización, perenne administrador de las modas sexuales. Se ha hecho escritor a golpe de chantajes y guiños con algunos escritores de una localidad con aliento de revólver. Poco se sabe de él, salvo que procura los círculos del nuevo sicoánálisis cuyos miembros hacen corro tan pronto se allega. Pequeño Diablo. Diablo sin convicciones.

Ella se hizo tremendista porque no había modo de encontrar su lugar en el mundo con la fealdad omnisciente de su cuerpo y rostro. Atareada por los ditirambos de una estética anacrónica y primisecular, hizo lo posible por sumarse a los esfuerzos posmodernos del Pequeño Diablo. Logró algunos buenos señalamientos de la comunidad literaria y después escribió cuentos que aún perduran en antologías.

La Otra nunca fue una mala escritora. Su problema consistió en preocuparse por los señalamientos de los demás y las precipitadas lecturas de Peter Sloterdijk y Slavoj Zizek. De refilón le pareció anacrónico ser neoclásica y atisbó en los círculos de penes y vaginas y frotamientos del Pequeño Diablo y cofradía. Más adelante descubrió que los japoneses no escriben novelas sino pintan cuadros, y leyó con ansiedad las escenas en cámara lenta.

Conocí al Director de Orquesta en la entrega de premios universitarios. En ese tiempo él soñaba con ser escritor y yo soñaba con ser el escritor que él soñaba. Luego sacudió el polvo de la literatura nuevoleonesa con un cuento bien escrito. Muy pronto afinó los oboes y las flautas, eligió al primer violín y se ensañó con quien ejecutaba el chelo. En su rostro siempre se advirtió la tristeza y ello lo absuelve. Aunque no sin cierto esfuerzo.

La Mala nunca lo fue. Antes bien versátil al amparar pequeños demonios. Tierna con los extraños y harto cruel con los propios. Fumó y bebió sin excusas hasta que vaya a saber cómo detectó su propia decadencia y huyó al Mediterráneo. Su escritura simpre fue, cómo decirlo, interesante, aunque provista de una impericia gramatical. Fue asidua al cuidador de ediciones para no malograr el aire que respiraba. Tiene un aire de santa dieciochesca y ejerció una fascinación tutelar sobre los más pequeños.

El Pretencioso fue solvente en la poesía hasta que quedó atrapado en un retablo barroco. Tan pronto ganó algún premio de dudosa procedencia nacional, despreció a muchos, sobre todo a aquellos insensibles por la poesía rusa del siglo XIX -de la cual sólo él y otro crítico formalista, recuerdan-. Hoy tiene un programa de televisión donde jacula algunos poemas desconocidos, en las pausas, o duerme o piensa con convicción sobre la importancia de la poesía rusa.

martes, noviembre 06, 2007

Volver a la realidad


Una reunión de cuentos siempre me ha parecido una suerte de mapa donde figuran reinos, soberanías, altiplanos, mesetas. Una reunión, que además distingue su hechura a raíz de la prodigalidad de sus autores, constituye aparte de una propuesta de lectura entretenida y diversa, un mapa más completo en el que habrá de distinguir las rías de lo estético, los caminos narrativos y filosóficos, el tiempo y desfile de alegorías y metáforas que ponen de frente y de lado a la naturaleza humana, sus dramas e intersticios, sus vilipendios, sus ultrajes contra los semejantes.
Este mapa que edita Nadine Gordimer y cuyo título ContarCuentos de sencillo alumbra y provoca, acaso revele a través de 21 de sus mapas narrativos, la imperiosa necesidad del género humano por ocurrir a la ficción y por ocupar otro lugar, por estar en otro lado. La industria del entretenimiento, sin embargo, ha dado cuenta de qué tan necesaria se nos hace la escapatoria. Pero a diferencia del monstruo mediático, la literatura, al hundirnos en la ficción y sus arterias anecdóticas, al hacernos vivir en otro lado, curiosamente, nos devuelve, no sin cierto descorazonamiento, a una realidad funesta como la que de cierto vivimos. La literatura, al hundirnos en la ficción, no nos hace el mundo más habitable, acaso nos provea de una conciencia mayor sobre el mundo.
Esta conciencia del mundo, en ContarCuentos, tiene 21 rutas como sus correspondientes autores; así, podemos andar con un anuncio de periódico en la mano y discurrir por las calles de Brooklyn en busca de un perro como de nuestra identidad. El autor de Las Brujas de Salem hace de la escritura un revólver cotidiano, propio del realismo de su país; Arthur Miller refrenda lo que ya sabíamos: haz de luz que hace del mundo intimista un retrato de la realidad. Del otro lado, hay quien juega con la ficción para depositarnos en el intestino mismo del mito. José Saramago nos sitúa, con el cuento Centauro, en el momento agónico de los mitos fundadores, y esa agonía pasa por el nacimiento de la ficción literaria. No es casual que el hombre-caballo mitológico, a salvo por miles de años de la depredación humana, antes de su muerte, se encuentre brevemente con el Quijote, loco enfurecido en lid con los molinos de viento. Una vez que el hidalgo se ha ido a nuevas andanzas, el centauro termina por humillar al enemigo al destrozar sus aspas y finiquitar la empresa. Es el cruce entre el mito y la ficción. El Centauro, sempiterno soñador, un día no soñará más porque un día, después de miles de años huyendo, encontrará una mujer de esas más para andar desnudas que vestidas, y copulará con ella, ése día, acaba el mito y comienza la historia. El centauro muere en la medida en que muere el mito, y al mismo tiempo, nace la ficción.
Acostumbrados a las historias de García Márquez, con su Macondo enfebrecido por los libros, máquina de historias macondeñas, el colombiano nos ofrece un cuento que bien puede orearse, un cuento pasado por agua, para hacerse tibio a la luz de la época, un cuento que nos recuerda que en América Latina, los políticos siguen siendo una mierda, y se siguen quedando solos, furibundos en su terrible desazón.
Günter Grass es otro mapa en esta reunión. Nadie puede ignorar que la literatura de Grass es, a la luz de su biografía Pelando la Cebolla, un constante debate ético, una vergüenza por el horror de la guerra y su rabiosa escalada de sangre. Günter, el polaco alemán que perteneció a las S.S. de Hitler, y cuya confesión nos llega después de sesenta años, se restituye en la literatura y ahora también en esta reunión de cuentos, con una historia entre dos escritores contrapuestos en un momento específico de sus vidas. Erich María Remarque, obstinado crítico del nacional socialismo y Ernest Jünger, germanófilo por mucho tiempo y admirador de la militaria. En este tramo narrativo, ambos dan cuenta de los horrores de la guerra con un ánimo desprovisto de empacho. Ambos, contrapuestos en sus fervores ideológicos, semejantes sin embargo en su mórbida precisión al describir los entresijos del gas mostaza, del napalm, de las trincheras aturdidas de muertos. Günter insiste en el debate ético y de su literatura ha hecho mas que un mea culpa, una larga disquisición entre el lenguaje y el poder.
He dicho antes que este libro es un mapa completo. La diversidad de lo que reúne, nos hace recalar en que no hay una literatura global ni mucho menos. Cada uno de sus autores celebra de manera distinta el lenguaje y propone rutas de navegación hacia el puerto de lo que Malraux llamó la condición humana. Esta idea de que no hay una literatura global, acaso eche por tierra las pretensiones de algunas casas editoras de que los estilos literarios van homogeneizándose y de que las estéticas van asumiendo cada vez más un solo tono. Por el contrario, ContarCuentos nos permite viajar por los retablos del lenguaje en Saramago; acompañar la ironía siempre eficaz de Salman Rusdhie; satisfacer la sed en el abrevadero cotidiano de Arthur Miller. Lo que viene a demostrar esta edición de Nadine Gordimer, es que la literatura se ha resistido a los encantamientos de la homogeneidad, a los history telling a la Vargas Llosa. Este libro, nos informa la muy buena salud de la que goza el arte escrito, sus vaivenes, su regocijante diversidad, y también, cómo la literatura sigue señalando el drama humano a partir de su interpretación de la historia. El escritor sigue siendo un testigo de su tiempo y en él invierte buena parte de sus fuerzas. “La metáforas nos atrapan, nos transfiguran y revelan el significado de nuestras vidas” -escribe Salman Rusdhie- en un cuento que recorre las venas abiertas de una India aún contradictoria entre la modernidad de su comercio, y la indigencia de sus campos. El cuento de Rusdhie refleja en gran medida la índole de esta reunión de historias: historias que nos transfiguran y revelan el significado de nuestras vidas.

CONTARCUENTOS, NADINE GORDIMER, EDITORA
SEXTO PISO EDITORIAL
FERIA INTERNACIONAL DEL LIBRO MONTERREY 2007

lunes, noviembre 05, 2007

La migración diluida


“Con la instalación de figuras humanas manufacturadas en barro y de tamaño natural, el artista oaxaqueño Alejandro Santiago aborda el tema de la diversidad cultural, representando el fenómeno de la migración de los pueblos del sureste mexicano y el desplazamiento de su herencia cultural hacia las grandes metrópolis”. Así reza la descripción en la página del Fórum Universal de las Culturas de la exposición del artista oriundo de Teococuilco en la Sierra Norte de Oaxaca. El propio Santiago ha sido testigo del vaciamiento de su pueblo por la migración hacia los Estados Unidos y con este trabajo planteó su protesta. Hace tres años comenzó 2501 migrantes, como le llamó a este proyecto de gran envergadura. Lo primero que hizo fue llevarlo a su pueblo y disponer cada figura de barro en cada patio, en cada zaguán, en cada casa de Teococuilco.
Las líneas anteriores nos sirven para proponer una ruta de reflexión sobre la libertad de expresión. Y es que en México el análisis de la libertad de expresión no puede entenderse como una sola, sino a partir de ciertos niveles de libertad como de ciertas expresiones libres. El caso del escultor Santiago es pertinente en la medida que representa un caso de libertad de expresión reducida a un ámbito específico, el de los migrantes, y a un escenario donde se manifiesta la expresión.
Disponer las figuras de barro que representan a los migrantes idos de Teococuilco, constituye un ejercicio de expresión que encarna también un discurso político, además de estético. Estas figuras vienen a proponer con su materialidad, con su contundencia de barro, lo que no está allí de cuerpo y sí en calidad fantasmática. Las figuras recuerdan a quienes se han ido del mismo modo terrible que el de aquellas fotos de niños muertos de principios del siglo XX. Pero Teococuilco es un pueblo más bien pequeño, el ámbito de la intentona estética de Santiago se cumple –finalmente la gente del pueblo serrano asiste al ver a aquellas figuras de barro, a la noción de vaciamiento del que es objeto el pueblo mismo. Pero hasta allí. Más adelante, Santiago encontrará otro ámbito, el de la Ciudad de Monterrey, donde la expresión se verá reducida a un parque cuyas entrañas aún albergan los desechos tóxicos de la antigua fundidora de fierro y acero. En este basurero cuyo contenido letal estuvo a la vista de los regiomontanos por muchos años y ahora está cubierto por cinco pulgadas de tierra negra y una de pasto inglés, se exhibe 2501 migrantes. No hay aquí quién reconozca la naturaleza fantasmática antes dicha, ni mucho menos quién apropie el vaciamiento de Teococuilco. Aquella libertad de expresión del escultor se ha diluído en Monterrey en la medida en que ha dejado de ser visible. Y es aquí donde me gustaría recalar. Lo que por principio era una dura crítica del vaciamiento de un pueblo que busca mejorar sus condiciones de vida porque México no puede satisfacerlas, lo que por principio resultaba el botón de muestra de la terrible desapacición territorial de una cultura, en Monterrey, al verse reducida en un espacio artificial, tóxico y maquillado, deviene una mascarada.
Hubiera sido interesante disponer las figuras de barro a lo largo de la avenida constitución, incluso entre sus carriles, e ir dando testimonio cómo los automovilistas daban con ellas y las hacía añicos: nada más terrible y más libre de expresión que el azoro de la clase media regiomontana que atropellando fantasmas, hombres idos, trágicos rostros de la desaparición de una cultura y una lengua que ahora masculla inglés y compra pizas para el domingo.

lunes, septiembre 25, 2006

Los diarios de un capitán sin nombre II

Regresar a Ciudad de México es un sueño postergado. Los mimos que me hizo el elefante aún duelen.
Los amigos lo saben e invento excusas para verlos en Querétaro, Puebla o Tlaxcala. Incluso, cogido del valor más eurístico, he logrado vencer al pulpo conduciendo por viaducto para agarrar Calzada Zaragoza y enfilar rumbo al Golfo.
Pero la Ciudad de México, infinita, ha podido más que mi aliento.
Viví en la calle de Libertad, en la colonia Niños Héroes de Chapultepec, cerca de la Narvarte. Una vecindad cuyos ojos de niña enferma un día de temblor hicieron crujir las paredes. Soñaba que navegaba en la mar, y el bote insistía el equilibrio a pesar de un oleaje cada vez más poderoso. Cuando mi cuerpo golpeó contra la pared abrí los ojos al mismo tiempo que mi compañero de cuarto, Gabriel Cruz. Nos miramos unos segundos mientras el oleaje intenso del sismo meneaba las camas. Por fin, aún avenidos al sopor de la modorra, saltamos rumbo a la salida de aquél cuarterón de cuatro por tres. En calzoncillos traspasamos el umbral de la puerta metálica, en calzocillos con la vida entre sueños aún, corrimos por el patio. Gabriel fue quien advirtió en el umbral de una de las portezuelas de aquella vecindad, a una niña de acaso cinco años. Ella nos miraba y se mecía sobre sí misma. Compadre, me dijo Gabriel en clara alusión por salvarla, sacarla de ahí de lo que imaginamos sería un sismo terrible. A la calle, le contesté imperativo, y en calzoncillos corrimos a la avenida de la Libertad, donde vimos cómo los cables zangoloteaban entre sí, cómo las mujeres se hincaban histéricas, cómo el edificio de departamentos de cinco pisos a nuestro lado, amenazaba con caer.
El cuarto que rentábamos por 750 pesos estaba conformado por dos piezas. Al traspasar la pequeña puerta metálica se ubicaba la cocineta, ahí dispusimos una suerte de maderones enclavados en la pared, que sirvieron para acomodar platos y comestibles. Comíamos latas, latas de todo tipo. La primera comida que estuvo de moda era chilorio con tortillas de harina. Luego atún, luego tortilla española. La pieza del fondo era lo que llamábamos la gruta, ahí dos camas, un librero, un pequeño clóset, una olivetti, armaban nuestra recámara. Gabriel escribía poemas donde la concatenación luz-oscuridad se volvía una manía, y yo escribía una posible novela.

lunes, octubre 24, 2005

Los diarios de un capitán sin nombre

Por lo menos desde 1994, llevo un diario. Vivía con mi tío Miguel Loyo en su casa de Lindavista, en Ciudad de México. Las tardes de los fines de semana mis tíos y primos se iban a San Miguel de Allende y en la enorme casa reinábamos Janis Joplin y yo. La Janis no era como es de suponer, aquella cantante cuya garganta rasgó el furor de algunos cuerpos, sino una perra rottweiler que nunca apreció la amistad y por el contrario, me conjuró algunos ataques de histeria cuando lograba escabullirse al interior de la casa.
Cuando Janis comenzaba a olisquear los muebles, el viejo piano, sus enormes patas sobre los tapices de satín y lana inglesa, yo tenía que apelar a los más ingratos ardides para lograr sacarla al patio y que mis tíos no arribaran a una residencia en ruinas. El rottweiler atisbaba debajo de la mesa mis imprecaciones de un malogrado sargento alemán. Entonces la dejaba en paz, al amparo de esa mesa enorme de cedro y me iba a escuchar Old Love, de Eric Clapton, El rey de las flores, de Silvio Rodríguez. Cuando pasaba el mediodía recurría al truco de la chuleta que Janis perseguía hasta la media luna del patio donde las azaleas de mi tía Meche, malheridas, se atildaban de la babosería de Janis que al ultrajar la chuleta entre apasionada y descreída, me dejaba cerrar de un tirón la puerta y otra puerta se abría, inmensa, cuando decidía caminar por la ciudad.
No sé cuántas veces recorrí la avenida Montevideo rumbo a la estación del metro Basílica. De ahí me iba al centro, a la calle Donceles, donde recorría todas las librerías de viejo en busca de algún libro donde se encontraran todas las respuestas. Ese libro magnífico nunca apareció en librería alguna, pero me ayudó a encontrar otros libros y otras pasiones: la de los mapas y atlas, la de diccionarios viejos, la de poetas desconocidos que aún hoy desfiguran el rostro de nuestra literatura.
Comí muchas veces en La Blanca, la famosa cafetería de 5 de mayo, donde concurrían los más disímiles parroquianos; ahí conocí a Rikhard, un muchachito de la provincia austriaca, ya ustedes imaginarán: la camisa a cuadros, los zapatos cafés, los pantalones de lino grueso y la cara roja y puntiaguda. Hagamos un trato (me dijo en su español aprendido en alguna universidad de provincia, después de escuchar mi español tan lleno de giros, tan snob), yo te enseño alemán y tú perfeccionas mi español. Le contesté que así lo haría pensando en su breve espalda, en su cara roja como una fresa.
La Ciudad de México también la conocí gracias a las señas que bien supo darme Javier Narváez, promotor y entusiasta de la literatura del que mucho aprendí sobre gastronomía chilanga (la pancita, en el mercado de la Portales; la comida China (todavía recuerdo el platillo, Mow Khu Khai Pin) en la Vértiz Narvarte; las tlayudas de Natalia Toledo, en la Condesa, donde conocí a la más variopinta comunidad de outsiders de la literatura.
Una ciudad pulpo de la que mucho se ha escrito y se escribirá. En mis diarios consigno tales nimiedades que hoy desbordan el ojo de esta mano regiomontana. Los primeros diarios los compré en una tienda del ISSSTE. Mientras mi amigo Gabriel Cruz robaba las navajillas de rasurar, yo husmeaba el pasillo de las libretas. Y ahí estaban, con sus pastas duras y rojas. Compré tres de aquellos diarios que acaso signen los días de 1994 y 1995.
Escribía al amparo del café del Sanborns de División del Norte. Mientras afilábamos de palabras la realidad, de vez en vez, Gabriel Cruz o yo, robábamos los cubiertos de aquella cafetería. Compadre, exclamaba Cruz, nos van a pescar. Pero yo quería esos cubiertos, tan bien hechos, tan limpios en toda su potestad burguesa. Gabriel terminaba introduciéndolos en su mochila de cuero para sacarme una sonrisa. Meses después, se incluyó Isolda Dosamantes, que hoy enseña en una universidad de Beijing.
Un día nuestra amiga Dosamantes llegó en un Tsuru del Gobierno del Estado de Tlaxcala con un colchón y un escritorio. Del colchón nada supe cuando huí a Monterrey. El escritorio aún resiente el ritmo del teclado cuando esto escribo. Es pequeño y ha soportado mi ingratitud con mi amiga tlaxcalteca.
Después volví a mi predilección por los diarios de contabilidad, en los que muy de vez en cuando, afilo impresiones.