domingo, octubre 31, 2004

ése otro que no deja de moverse

De qué ojos si son tristes y se mueven todo el tiempo, como si en sí mismos advirtieran la fractura.
De qué cuerpo si no sabe, porque ignora el secreto que estalla en sus labios.
De qué miedo si es el fondo en el que siempre permanecemos solos.
Con cuál candela abrirá el infierno, si los ojos no dejan de moverse.
Qué diga la ciudad que no recuerda, la librería en la que se ha perdido,
pero no dirá nada...
y seguiremos como estamos

Volver los pasos

Uno debe desandar el camino. Uno debe insistir en las mismas lecturas y encontrar voces, registros, arbotantes inmersos en el fuego donde antes había sensaciones hueras. La voz y la conciencia del escritor maduran en una suerte de evolución de lo perceptible que termina por transformarse en una especie de esquizofrénica pulsión.

La escritura tiene su evolución muy aparte. Esa loca con tacones es caprichosa, inflamable, consuetudinaria con otras voces, las de ése flujo de conciencia que nos enseñó Faulkner y que todos guardamos en el apartamiento de la imaginación. Si la escritura es una summa de lecturas, como lo dijo alguna vez un crítico francés, o una síntesis de las mismas, como machaca Blomm, uno desorganiza al leer y reinventa en un orden fraudulento al escribir.

En este sentido, los libros a los que uno vuelve acaso sean producto de algo que reconocemos en ellos y que invariablemente, aún en las relecturas, permanece y genera una relación con ellos. No es la complicidad, como muchos dicen, lo que nos hace sobrellevar una relectura, es asistir a ciertas emociones, reanudarlas en la licuadora de nuestra conciencia. Es una vocación por insistir, hacer de palabras aquello que constituye las líneas de la mano de nuestra identidad. Por eso he vuelvo con vocación franciscana a Virginia Woolf y The Weaves, a Camilo José Cela y su Oficio de Tinieblas 5, a John Kennedy Toole y su Conjura de los necios. The Weaves me dejó poesía en las manos y muchas dudas sobre el sismo que es la percepción. El oficio… me hizo ir en busca de las mónadas de Leibnitz y deconstruir la moral. La conjura de los necios apaciguó mi ansiedad ideológica y me hizo creer cada vez más en esta visión paródica del mundo con todo y sus posesos que hablan en las lenguas de la ideología. Un solo libro de cabecera, como el de aquella película que escribe sobre la piel, no es suficiente para reanudar emociones o, como dice Sabina, tener nostalgia de lo que nunca jamás ocurrió. Son muchas las escrituras en la piel, sobre la frágil piel de la conciencia que se nos presenta en protuberancias, arrugas y encharcamientos.

Si toda lectura al vulnerarnos propone un nuevo modo de ver las cosas y rompe con una lógica impuesta desde la que vemos el mundo, acaso releer sea entonces una forma de hacer la disidencia, una disidencia contra ese magro equilibrio que somos y que no obstante una vez vulnerados, al releer reincidimos con propósitos muy próximos al sadismo y al placer. Deporte de pocos, la relectura, entre el onanismo y la reinvención del tormento, nos hace sospechar la necesidad de que nunca es suficiente. Como los piratas, obtenemos quién sabe de dónde, una patente de corso para ir impunemente por el camino andado, para seguir usufructuando lo que ya dio de sí, para remover lo que ya había vuelto a su sitio.

Si releer es disentir, disentir es también una forma de construir la crítica. Una crítica creativa que se sustenta en la imaginación y no en la acumulación de datos o anatemas geométricos. Así como nadie lee con una regla, nadie debería criticar una obra con un compás o un escalímetro. Criticar es releer apelando a un sentido que por fortuna no conoce medidas, sino dimensiones inexactas y cambiantes según los goces y los transtornos de cada época. Cervantes, tan inmenso e inabarcable, inventó también en ciertos escritores la vocación de ir tras él cuantas veces nos alcance la vida. Shakespeare, igual. Acaso lo equívoco de tales vocaciones sea haberle hecho creer a algunos en profecías y a otros haberlos transformado en médiums y líderes sectarios de preceptivas. Gracias a dios, aquellos antiguos glosadores de la Edad Media que dictaban la norma en la que debían leerse las obras, fueron devorados por nuestro espíritu impune y libertario. Por eso mismo, tales líderes adoradores de tótems, suelen anidar en aquellos que por temor, desidia o indolencia acostumbran a sentir con lo prestado, a leer con una luz que sólo alumbra a su dueño.
Y es por eso que la lectura y el retorno a ella sean actos indiscutiblemente individuales: se lee y se relee con el cuerpo, desde nuestro propio placer, desde el ámbito exclusivo de nuestra vulnerabilidad. Lo otro, la lectura desde el acuerdo, la norma que dicta, el sentido que impone, es no aceptar la tremenda soledad de nuestro juicio y sus equívocos, el terrible desasosiego que nos causa beber solos de ese cáliz.
Es curioso que un crítico defienda la individualidad de la percepción cuando se pasa la vida queriendo compartir su visión sobre ciertas lecturas. Y es que si aceptamos que criticar es organizar la disidencia, el crítico es, más que un dictador, un provocador del placer, más que un dador de sentidos, un erotómano insatisfecho.

Última Tule
Dejad que los acomodaticios, los pecadores, los charlatanes, los espurios, los veleidosos, los sinvergüenzas, los desafortunados, en suma, el género humano, se acerque a mí, son las frases que un provocador (un crítico) debería pronunciar cuando nos encontremos en esos caminos desandados, en esas relecturas de siempre, del Sancho de Cervantes al Falstaff de Shakespeare, del J. K. de Kafka a la Regenta de Alas Clarín, del Vardaman de Faulkner al Pedro Páramo de Rulfo.

sábado, octubre 30, 2004

La poesía, esa visitación del que tiende la mano

Ahora supe del rostro: y en él ocurría su propia plaza y cementerio. Entonces pude abrir la boca y decir magma sin tocar la noche, decir nube y ver el sol de una frente.

él no lo sabe: ha abierto, sin advertirlo, una puerta difícil de cerrar. Uno no puede andar por ahí diciendo la poesía como si dijera es martes y son las diez de la mañana.
De verdad, uno no puede decir la poesía y caminar como si el mundo fuera el mismo, con su escándalo y su andar renqueante.
Vuelve la sensación de ser un arbotante con la nuca ardiendo.
Pero ésta no es mi banca. De modo que tendré que esperar.

jueves, octubre 28, 2004

Encontrar la poesía

Entre el barullo de mercadería de una oficina escolar, supe cerca la poesía. La olí como quien advierte el féretro. Cambié el ritmo, me senté: mareado. A quien estuvo cerca, dije algo sobre el ser vulnerable. Tan sólo eludí al monstruo, senti su aliento y traté de escapar.

lunes, octubre 04, 2004

Para mis ocho lectores que luego dicen que he dejado a esa pequeña ramera con tacones rojos

Dulce, sigo aquí, después de varios aspavientos con la tuberculosis (v,g, el gremio de escritores), leí tu artículo sobre los blogs, es una caricia.

Coral, te leo entre tanto efluvio maníaco.

Don Juan G. Leí Carajicomedia, es un deleite.

Elías, no te leo porque como yo, asistes a otras misas.

Doña Laura R. Eso de que usted se equivoca me gusta más. No termino "Deliro" ¿Será un vaticinio de esos?

Balza, ya no me hablaste de ése río... nos quedamos en Chávez y eso es pura aliteración.

Armenta, usted no me lee, pero como quiera lo incluyo.

Don Fernando V., lo supe en Tampico, pero ya se sabe que leyó lo que le dio la gana. ¿Usted leyó el articulito que le envié?

Gracias a Dios es domingo y el lunes nos volveremos a amodorrar.

domingo, octubre 03, 2004

Entre la gastritis y el blog, ese pequeño canalla

Estos días la maníaca sensación de suponerme un motor de carro ha dejado llanto en algunas calles, en ciertos semáforos. No es la ciudad, como acredita Cortázar, la que abre sus fauces para extraviar el deseo, es este intestino de veinte metros que oculta con satisfacción lo que arde y chilla y es la cocacola y es el café y son mis barritas marinela (que tornan irrefrenable la caída) que abren con precipitación el enorme boquete a la mitad del esófago.
Por otro lado, en virtud de cierta honestidad pauperizada, he dejado las letras (que grite la lumpenidad, que ardaTroya) para mejores momentos. El blog debe ser mera catarsis, trasunto y no asunto literario. Compendio de la insignificancia escrita que hace necesaria e irremediable la voluntad de hacernos pendejos. De eso se tratan los blogs, son una suerte de archivo que documenta la indolencia literaria y al mismo tiempo nos acredita fichas de optimismo redentorista.
Y más: el blog es volver a la fascinante y sensiblera condición del novelista por entregas del siglo XIX, pero con menos tablas, menos tiempo y con un velo de mierda que se tiende entre nosotros y los lectores.
Así debió hablar Zaratustra. Amén.